POR RAÚL ARKAIA
Estos días se ha conmemorado en Irlanda el conocido como Easter Rising de Dublín del año 1916. Son ya 100 años los transcurridos desde un acontecimiento que marca el comienzo del fin para la unidad de un país supeditado a la Corona Británica. Hemos visto reflejado el Alzamiento de Pascua en interesantes películas retrospectivas que muestran el ardor de unos militantes deseosos de desvincular su destino al del Imperio Británico. La sangre vertida tras seis días de lucha y diversas ejecuciones al término de las hostilidades fue la antesala de la violencia armada que Irlanda viviría años después con ocasión de la Guerra de Independencia Anglo-Irlandesa (1919-1921) y a propósito de la Guerra Civil (1922-1923). Esta última conflagración es consecuencia directa del Tratado Anglo-Irlandés de 1921, ordenamiento jurídico que consagró la artificial separación de Irlanda que aún hoy pervive.
La experiencia de Irlanda no hace sino confirmarnos que los Estados Imperialistas repiten una y otra vez los mismos patrones de actuación. La frontera impuesta al sur de los seis condados del antiguo Ulster que rodean a Belfast nos recuerda, aun salvando las distancias, el también impuesto límite “de malhechores” que va desde Oion al sur hasta Endarlatsa al norte. El mismo verde paisaje, las mismas gentes, la misma cultura y la misma sociedad: partidas en dos.
Huelga decir que las divisiones que el Estado Navarro sufre en la actualidad son aún más numerosas y complicadas que las relativamente “sencillas” que encontramos en el marco del conflicto norirlandés. Curiosamente, la causa irlandesa es muchísimo más conocida en el plano internacional que la causa navarra. Lo es en virtud, sobre todo, de ese estupendo lobby irlandés que, más allá de la isla gaélica, propaga a los cuatro vientos tan añeja aspiración de libertad. Nunca antes la literatura y el cine, al igual que ocurre con el conflicto escocés, llenaron tantas estanterías y tantas salas cinematográficas con personajes e historias ligadas a los hechos que ahora rememoramos.
Los navarros carecemos de un lobby que amplifique nuestras justas reivindicaciones. Las divisiones impuestas son tan intensas que forman ya parte de nuestra vida cotidiana. Miramos a Irlanda y envidiamos que, aún con seis condados arrebatados de modo injusto, gozan ya de la plena estatalidad, con todo lo que ello conlleva en materia de derechos políticos. Nosotros, sin embargo, vemos al primer estado de la Europa de la Modernidad ahogado y subsumido no ya en un Estado, como pudiera ser el Británico, sino en dos: el español y el francés. Y, por si fuera sencilla y manejable nuestra pena, ni siquiera hemos sido capaces de recuperar la unidad territorial en cada uno de los estados que nos oprimen. Sí, he dicho bien, oprimen. ¿O acaso no puede llamarse opresión al status resultante de una conquista violenta que, comenzando en el siglo XI y culminando en el XIX, arrebata la soberanía a un estado plenamente constituido llamado Navarra?
La estrategia británica para anular la libre determinación de los irlandeses parece un sencillo juego de niños al lado de las artimañas orquestadas por el emporio franco-español-vaticanista para dificultar el empoderamiento y recuperación del viejo estado navarro. El abertzalismo proclama que Euskal Herria está dividida en tres partes… y ojalá así fuera, ya que las subdivisiones administrativas llegan aún más lejos: hasta lo más hondo de la territorialidad en la que se establece la sociedad política de Navarra. La división entre cántabros, vizcaínos, alaveses, riojanos, guipuzcoanos, altonavarros y oscenses es fiel reflejo de la atomización de la sociedad hermana al norte de los Pirineos. La alienación humana que la conquista ha inoculado en nuestro pueblo es tan brutal que sólo son reconocidos como “navarros” los naturales de una porción de nuestro territorio histórico.
Dicen algunos entendidos que los conflictos políticos de raigambre histórica no pueden ya resolverse mediante el empleo de la violencia armada. Dichos eruditos, a menudo, consagran gustosamente la violencia que, sin armas de fuego pero con demostrada eficacia, despliegan los estados opresores sobre Navarra.
100 años después del Alzamiento de Pascua, no parece que el conflicto norirlandés entre en vías de resolución. Michael McKevitt, preso irlandés que tras cumplir 15 años de condena ha sido excarcelado por padecer cáncer, lo tiene claro, según un artículo de la edición de hoy del Belfast Telegraph: la conmemoración del Easter Rising ha sido para el Sinn Fein (palabras textuales), un “chanchullo financiero”. Cofundador del IRA Auténtico en 1997, McKevitt asegura que “vergüenza” es el calificativo que mejor describe los actos conmemorativos vividos estos pasados días. La queja de este disidente del IRA apunta directamente al conformismo instalado en buena parte de la sociedad política irlandesa. Hablo de esa parte de la ciudadanía que da por perdidos los seis condados norteños y encuentra su mejor consuelo en un estatuto autonómico que sabe a poco para quien se aferra a la legitimidad de una Irlanda Unida. Dicho sentir acomodaticio tiene también sus ecos en tierra navarra, donde algunos siguen empeñados en un pactismo que repugna la verdad histórica. Aún a duras penas, el abnegado trabajo de historiadores de nuevo cuño – dignos sucesores de los eúskaros que en el siglo XIX defendieron antes incluso que Sabino Arana la soberanía de nuestra patria – pone negro sobre blanco el legado documental y arqueológico de nuestro estado.
Sugería al principio de mi exposición que la violencia armada de 1916 en Irlanda sirvió como catalizador de una aspiración libertaria que culminaría con la proclamación de la República y la partición de la isla. Un logro ciertamente agridulce para los partidarios de la territorialidad de la Irlanda “osoa”, pero realmente grandioso si lo comparamos con los tristes réditos de la violencia contestataria navarra – y no hablo sólo de ETA, sino de todas aquellas violencias que jalonan nuestra larga historia desde la conquista de 1512 en el Sur y la asimilación de 1620 en el Norte -. En la era de la monopolización de la violencia institucional por parte de los Estados opresores, urge más que nunca un replanteamiento de la estrategia que Navarra debe llevar a cabo para recuperar la soberanía perdida.
Irlanda nos quedará tan lejos como nosotros decidamos. Todos los conflictos de conquista son, por un lado, distintos, en la medida en que cada uno de ellos tiene sus propios rasgos diferenciadores; pero, por otro lado, todos ellos comparten la legitimidad de la aspiración de quien desea, en justicia, recuperar su libertad. Ojalá que Irlanda y su Alzamiento de Pascua sean para Navarra mucho más que un objeto de envidia (sana): que sea una causa que nos inspire y empuje hacia la independencia.